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viernes, 1 de noviembre de 2013

La distorsión del espejo (cuento)


Decidió visitar a la bruja.

No era en realidad una bruja, sino más bien una adivina por naturaleza. Una infancia trágica la acercó a cuestiones elevadas del espíritu y de las artes oscuras.

Ricardo nunca se enganchó con eso de la borra del café, ni con el horóscopo o los astros. Pero tuvo un sueño, entre medio dormido y medio despierto, de esos que pretenden a uno revelarlo. Lo tuvo durante cinco noches seguidas y ya era el colmo. En su quimérico viaje nocturno recorría penumbras y sombras blancas que dibujaban con tinta, con firmeza, la inmensidad de una noche apagada. 

... En el segundo antes de despertar se veía reflejado a sí mismo, como mirándose desde afuera. Y pensó, y pensó… y en un esfuerzo casi desmedido terminó de convencerse: el sueño se impregnaba en su alma para manifestarle un secreto oculto.

– Quédese ahí sentado. Aunque le falte el aire, es importante que se concentre. No se preocupe por mí, yo estoy bien –el humo perfumado se extendió por todo el recinto cerrado, escurriéndose en el aire. Él se sintió ligeramente mareado–. Cuénteme de sus visiones entre vigilias.

La anfitrión lo había adivinado a la perfección. No era más que una gracia del azar. Ricardo resopló, escéptico, y lo relató sin omitir detalle alguno.
– Creo poder ayudarlo –intervino la anciana–. Usted vive solo.
– Sí, es así.
– ¿Y cuantos espejos tenía en la casa de sus padres?
Ricardo abrió los ojos. ¿Qué clase de pregunta era aquella? ¿Cómo saberlo? ¿Qué importancia tenía?
– Me mudé hace muchos años. No lo recuerdo.
– Es importante que intente recordar… ¿nunca se la ha roto un espejo?
– No rompí ninguno –contestó con seguridad.
– Sus padres vivieron siempre en la misma casa donde nació. ¿Cuántos espejos había ahí?
La anciana lo penetraba con una mirada indagadora. El humo seguía esparciéndose. Ricardo se tomó la cabeza con ambas manos, convencido de su error. Aquella era una bruja nada más que en apariencia. Rió para sus adentros por su ingenuidad.

– ¡Cinco! –recordó de pronto, mientras se incorporaba con brusquedad.
– ¿Está seguro?
Lo meditó por un segundo.
– Sí. Seguro.
– ¿Ha roto uno de ellos? ¿Cuál?
– No rompí ninguno… no que yo me acuerde. Pero…
– ¿Pero qué…? –la anciano se sacudió.
Mi hermano atravesó el vidrio de la cocina, uno que daba al patio. Estábamos jugando, tendría unos ocho o nueve años.
– ¡Claro! Fue su hermano… Debe llamar a su hermano. Ahora –expresó la adivina con marcada resolución.
Ricardo vaciló.
–  No estamos muy en contacto… especialmente después de su divorcio. Casi no hablamos, excepto en los cumpleaños y fiestas. No sé…
Solo así podremos seguir avanzando.

Renegando, Ricardo se llevó el aparato al oído y pronto una voz se escuchó del otro lado.
– ¿Hola?
– ¿Robert? –se escuchó del otro lado.
Un silenció se prolongó en el tiempo.
– ¿Ricky? ¿Pasó algo? ¿Es mi cumpleaños? ¡Oh, ya sé…! ¡Es TU cumpleaños!
– No, no. Nada de eso… –miró a la anciana en busca de ayuda.
– ¿Cómo está? –preguntó ella.

– ¿Cómo estás? –quiso saber Ricardo.
– Yo bien… bien. Tirando para no aflojar, viste. Siempre quise llamarte, pero el tiempo es cruel.
– Sí, me pasa lo mismo. Pero bueno, no sé… ¿estás viviendo en lo de los viejos todavía?
– Hasta conseguir algún trabajo, igual le hago compañía a mamá. La noto triste, extinguida. Sin papá ya no es la misma.
Ricardo se mantuvo pensativo.
– ¿Ricky…?
– Sí, sí… estoy acá.
– Ricky, ¿por qué no te venís uno de estos días? Nos tomamos una cerveza, hablás con la vieja que te extraña.
– Podría ser.
– Cuando quieras. Te dejo porque estoy con unos temas. ¡Pero vení, eh!
– Dale, sí… cuidate, Robert.
– Vos también –colgó.

Ricardo levantó la mirada. Expectante, esperó a ver cómo seguía aquello.
– Eso es todo –afirmó ella y se levantó para despedirlo.
– ¿Eso es todo? –repitió Ricardo, irritado.

– Sí. No me debe nada. Puede irse.
Se paró de un golpe, irritado.
– ¡Usted es una mentira! No ha hecho más que simples deducciones. ¡Claro que vivo solo! No tengo anillo y mi camisa no está planchada. Sí: he tenido sueños; se nota en mis ojeras, en toda mi cara. El resto han sido caprichosos actos del azar. ¡Esto fue estúpido!

Y se marchó del lugar con un furioso portazo.

A pocos kilómetros de distancia, Roberto colgaba el teléfono y le devolvía la mirada a su interlocutora.

– Discúlpeme señora, era mi hermano. ¡Qué curioso llamado! En fin, como le estaba diciendo, estoy teniendo una serie de sueños muy extraños…

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